Había pocas cosas que le resultaran más placenteras que esa espera. El carmín, deslizándose por sus labios recién exfoliados, y ese caminar trémulo sólo eran una pequeña parte del ritual.
Recordaba, mientras cardaba su pelo, las carreras en bici para ver como su hermano se besaba con aquella chica pelirroja del barrio.
Domando a la impaciencia, recorría en círculos una y otra vez la habitación.
Una tos seca al otro lado la paralizó. Se recolocó el vestido y lentamente se curvó hacia adelante esperando que, una vez más, apareciera por debajo de la puerta.
Su respiración comenzaba a acelerarse preocupantemente cuando escuchó la voz quebradiza que le recordaba, una vez más, que sería la última ofrenda.
El papelillo plateado apareció deslizándose tímidamente y ella tendió su mano para recogerlo con gran delicadeza. Lo apretó contra su pecho mientras cerraba sus ojos a la vez que la comisura de sus labios ascendía hacia el infinito.
Horas más tardes, su cuerpo, inerte, yacía en la cama.
Su hermano, sentado al otro lado de la puerta, sabía que el ritual había llegado a su fin.